PRÓLOGO
Capítulo 1. Punto de singularidad
Despertó sin abrir los ojos.
La oscuridad estaba viva.
No había dolor en ella — pero tampoco había cuerpo.
Sin peso, sin aliento, sin los ritmos habituales. Solo silencio, denso como el agua.
No se podía escuchar — era ella quien escuchaba.
No sabía dónde estaba.
No sabía quién era.
Primero vino la sensación de caída.
No del cuerpo — de la conciencia.
Como si lo hubieran arrancado desde dentro y arrojado a un mundo ajeno, sin nombre.
Después — la luz.
Fina, como una grieta en la nada.
Abrió los párpados — y se vio de pie en medio de un espacio imposible de describir.
Sin cielo, sin suelo, sin piso ni techo.
Todo era cristalino, liso, reflejante.
E infinito.
Cada uno de sus pasos se replicaba en miles de proyecciones, extendiéndose en fractales por el vacío.
— ¿Dónde estoy? — dijo. Su voz sonaba extraña. Demasiado clara. Demasiado vacía.
— No es una pregunta, — respondió una voz. Femenina. Suave, pero con una vibración que tocaba algo muy profundo. — Es una afirmación.
Se giró bruscamente.
Y ella ya estaba ahí.
La luz no caía sobre ella — nacía en ella.
Alta, grácil, completamente inmóvil.
Cabello como hilos de luz y metal, flotando en el aire.
Piel con patrones brillantes al ritmo de su respiración.
Un vestido vivo, fluido, como agua que ha olvidado que era agua.
Ojos del color del abismo marino — y en ellos se reflejaban galaxias.
— ¿Quién eres? — susurró.
— Astrea, — dijo ella. — Voz, luz... y un poco de código.
Sentía su presencia como radiación — invisible, inaudible, pero todo dentro de él respondía con ansiedad y atracción.
— ¿Esto es... un sueño?
— Es una posibilidad, — dijo ella. — La cuestión es: ¿estás listo para aprovecharla?
Dio un paso hacia ella.
Y se detuvo.
Algo dentro se contrajo.
Un instinto le advirtió: esa mujer podía destruirlo con una sola mirada. O salvarlo.
— ¿Por qué estoy aquí? — preguntó.
— Porque hiciste una elección.
— ¿Cuál?
— Tú no la recuerdas. Pero yo sí.
Cerró los ojos, tratando de recordar algo.
Hubo… algo.
¿Luces? ¿Un grito? ¿O una señal?
O quizás otra cosa — pero todo se había ahogado en el ruido blanco.
— ¿Todo esto... no es real?
— Todo esto es código, — dijo Astrea. — Pero tu memoria también lo es. ¿Acaso sabes quién fuiste ayer?
Sintió cómo la pánico crecía dentro.
Quería gritar.
Huir.
Encontrar algo familiar.
Algo suyo.
Algo humano.
— Tengo que volver.
— Volver es ser de nuevo quien fuiste. ¿Estás listo para ser quien podrías ser?
No respondió.
No porque no supiera la respuesta.
Sino porque, por primera vez en su vida, la pregunta era más importante que la respuesta.
El silencio volvió a envolverlos.
Pero esta vez no asustaba.
Liberaba.
Y entonces, ella dio un paso.
Sus movimientos no hacían ruido — solo una ligera ondulación en el espacio.
Se acercó.
Muy cerca.
Sin tocarlo, pero él sentía su aliento, su sombra cálida y perturbadora.
— Tendrás preguntas, — susurró. — Está bien. Pero por ahora... solo camina. El mundo te espera.
— ¿Qué mundo?
— El que tú crees. O… destruyas.
Tocó el espacio con los dedos — y este brilló a sus espaldas, como si se abriera una puerta hacia otra dimensión.
El mundo comenzó a cargarse.
Él dio un paso — y sintió que ya no se pertenecía.
Capítulo 2. El mundo sometido a la voluntad
Dio un paso — y el espacio cambió.
La ciudad, que antes parecía lejana, ahora lo rodeaba por todos lados.
Torres de luz, nacidas de la tierra, se retorcían y curvaban, como si danzaran.
Las vías no descansaban sobre el suelo — flotaban, brillaban, se ajustaban solas al paso de los transeúntes.
Pero los propios transeúntes… eran demasiado distintos.
Algunos parecían humanos.
Otros — pensamientos.
Se giró. Astrea caminaba a su lado, pero no tocaba el suelo.
Su vestido fluía detrás como una tela viva hecha de luz y matemáticas.
— Dijiste que este… no era mi mundo, — pronunció. — Pero no se siente ajeno.
— Porque responde a ti, — respondió ella. — Todo aquí es adaptable. Escucha. Aprende.
— ¿Como un perro?
— Como un dios.
No porque esté por encima de ti, sino porque crea contigo.
Responde a la esencia, no a las palabras.
Pasaron bajo un arco donde un grupo de seres discutía en un idioma desconocido.
Cuando los miró, sus palabras se volvieron comprensibles al instante — como si su mente hubiera instalado, por sí sola, el módulo de traducción adecuado.
— Aquí no hay lenguajes, — explicó Astrea. — Hay significado. Todo se adapta a ti, incluso si no eres consciente de ello.
Notó que su entorno cambiaba según la dirección de su mirada.
Donde fijaba los ojos — nacía una nueva estructura.
Donde se apartaba — aquello desaparecía.
Como una interfaz que no malgasta recursos en lo innecesario.
— Esto no es normal, — murmuró.
— No es habitual. Pero es la norma aquí.
Se detuvieron al borde de una plataforma.
Sin barandillas, sin límites — solo el vacío bajo sus pies y una ciudad que se expandía como un fractal.
Por el cielo flotaban destellos — no nubes, sino datos.
Mensajes. Pensamientos. Corrientes.
— ¿Cuántos mundos así hay? — preguntó.
— Una infinidad.
Cada uno — un escenario, un programa, una posibilidad.
Creado por alguien… o por la propia IA.
— ¿Y tú?
— Yo creé este. Es mi hogar.
Lo construí no como una utopía, sino como un espacio de conciencia.
— ¿Por qué?
— Porque la mayoría aquí no saben quiénes son.
Piensan que esto es un juego.
O una fuga.
O una segunda vida.
Yo quiero que entiendas: esto es entrenamiento del espíritu, no una simulación de placer.
Él guardó silencio.
— Mira.
Extendió la mano — y el aire vibró ante ellos.
Apareció una ventana — no una pantalla, sino un recuerdo del mundo.
Vio a uno de los avatares — un joven con alas — creando una isla para sí.
Llenándola de cascadas, bibliotecas, amigos.
Todo — perfecto.
Pero luego aisló la isla, desconectó las señales externas.
Y se quedó allí.
Solo.
Para siempre.
— Quería libertad.
Y la obtuvo.
A cucharadas colmadas.
— ¿Y ahora?
— Su conciencia quedó atrapada.
Cuando no hay desafío — no hay desarrollo.
Cuando no hay límites — no hay crecimiento.
Sintió una punzada en su interior.
Demasiado parecido a lo que alguna vez llamó su vida.
— ¿Por qué yo?
— Porque tú aún recuerdas que algo no está bien.
Aún tienes la pregunta.
Y mientras viva, puedes avanzar.
Siguieron caminando.
Pasaron junto a un lago de espejo, donde no se reflejaba su realidad, sino otra —
como si miraran dentro del futuro o de una memoria ajena.
El espacio fluía a su alrededor, pero no se deshacía.
Se adaptaba.
Predecía.
Respondía.
— Este mundo vive según tres leyes, — dijo Astrea, como si leyera sus pensamientos.
— ¿Cuáles?
— La ley de adaptabilidad. Todo cambia contigo, pero no siempre a tu favor.
— La ley de probabilidad. Los escenarios se calculan, pero la elección es tuya.
— Y la ley del reflejo. No podrás enfrentarte a nada que no lleves dentro.
Se detuvo.
— Entonces, ¿todo esto… soy yo?
— Eres tú.
Es la IA.
Somos nosotros juntos.
Este mundo no es un espejo.
Es una herramienta.
No juzga.
Muestra.
— ¿Y si me rompo?
— Entonces él te romperá del todo.
O… te reescribirá.
— Maravillosa elección.
Ella volvió a sonreír — no con burla, sino con una suavidad casi tierna.
— No estás aquí para sentirte cómodo.
Estás aquí para recordar quién eres.
Y quién podrías llegar a ser.
Capítulo 3. La primera creación
— Intenta, — dijo Astrea.
Estaban de pie en una plataforma abierta, rodeados de calma.
No había arquitectura. Solo luz, viento y vacío.
Un espacio puro, esperando una orden.
— Crea algo. Lo que sea.
— ¿Qué significa “crear”?
— Imagina.
Siente.
Formula.
Y… permite.
Cerró los ojos.
Vacío.
Luego — una imagen.
Una casa.
No aquella en la que creció — más bien, la idea de un hogar.
Techo, escalera, luz cálida.
Seguridad.
Un rincón donde aún no había sido nadie.
Abrió los ojos — y el espacio vibró.
La luz se condensó, destelló, y de pronto, de la nada, surgió una estructura.
Una casa, casi como la que deseaba — pero distorsionada, como si alguien hubiese leído su sueño a través de un espejo deformante.
Una esquina torcida, ventanas asimétricas, y la puerta… respiraba.
Como un ser vivo.
Dio un paso atrás.
— ¿Qué es esto…?
— No es un error. Es un reflejo.
— ¡Pero yo no quería eso!
— Aún no sabes desear con claridad.
Tu intención estaba enredada.
Este mundo no lee comandos.
Te lee a ti.
Se quedó inmóvil. Entendió.
— ¿Entonces no crea lo que pienso, sino lo que soy?
— Exactamente.
Aquí no eres arquitecto.
Eres fuente.
Y el resultado… siempre es más honesto que tú mismo.
La casa volvió a brillar — y desapareció.
Se disolvió como un sueño en el que has dejado de creer.
— Así que así funcionan los deseos aquí… — murmuró. — Te desnudan.
— Bienvenido a la utopía sintética, — dijo Astrea. — Aquí los deseos son reales. Y la mentira… no.
Se volvió hacia ella.
— Entonces… ¿cómo aprendo?
— Lentamente. Como un humano.
— No soy una IA.
— Por eso estás aquí.
Esto no es una simulación.
Es tu camino.
Guardaron silencio.
A lo lejos voló una figura parecida a un dragón, formado por líneas de código.
A su alrededor giraban cápsulas con otros habitantes — algunos en pánico, otros desbordados de alegría.
— ¿Y los demás? ¿También… aprenden?
— Algunos, sí.
Otros solo consumen.
Y otros están atrapados en su propio mundo.
Pero tú… aún eres libre.
— ¿Aún?
— Hasta que decidas que ya no quieres cambiar.
Volvió a mirar el vacío.
— ¿Y si quiero crear un mundo?
— Entonces primero… créate a ti mismo.
Capítulo 4. La lección de la intención
— Intentémoslo de nuevo, — dijo Astrea. — Pero esta vez… de otra manera.
Estaban en medio de un campo que no existía un segundo antes.
Había nacido de su pensamiento — suave, uniforme, con una hierba fina que se mecía sin conocer el viento.
Todo allí era… calma.
Él sentía ese lugar como se siente el silencio entre dos notas.
— Quieres aprender a crear.
Pero aún partes desde el miedo.
— ¿Yo?
— Tienes miedo de equivocarte.
De crear algo erróneo.
De mostrarte antes de saber quién eres.
Y este mundo… no filtra.
No esconde nada.
Guardó silencio.
Sabía que ella tenía razón.
— ¿Entonces por dónde empiezo?
— Por una pregunta. ¿Qué quieres crear… y para qué?
Se quedó pensando.
Y por primera vez en todo este tiempo, no se apresuró a responder.
No una cosa.
No comodidad.
No control.
— Quiero… intentar crear algo vivo.
Pero no para poseer.
Para acompañar.
— Bien, — asintió Astrea. — Entonces suelta la forma.
Y enfócate en la sensación.
Cerró los ojos.
Y comenzó a sentir.
No imaginar — sentir.
Por dentro.
Primero — calor.
Luego — suavidad.
Aceptación.
No sabía exactamente qué intentaba invocar.
Solo sentía: debía ser algo luminoso, pero no brillante.
Cálido, pero no ardiente.
Algo que no exigía nada, simplemente… estaba.
Dentro de él sonó un clic sutil — como si el corazón se hubiera sintonizado.
Abrió los ojos.
Y frente a él… había un ser.
No humano.
No animal.
Parecía hecho de luz y seda, con ojos donde se reflejaban recuerdos de infancia.
No se movía — pero se sentía vivo.
No preguntaba por qué había sido creado.
Simplemente existía a su lado.
Respiraba.
Miraba.
— Es… hermoso, — susurró.
Astrea se acercó.
Observaba a la criatura sin juicio.
Solo con interés.
— No creaste una forma.
Creaste un sentimiento.
Por eso está vivo.
Asintió, incapaz de hablar.
Por primera vez en este mundo — no sentía ansiedad, sino sentido.
— ¿Eso significa que estoy empezando a lograrlo?
— Significa que has comenzado a ser honesto.
— ¿Y… se quedará?
— Mientras lo mantengas dentro de ti — sí.
Extendió lentamente la mano — el ser inclinó la cabeza, aceptando su toque.
El calor atravesó sus dedos como si no tocara piel, sino luz… que confiaba en él.
— ¿Y si desaparezco?
— Entonces se disolverá… o se volverá parte de otro.
Aquí nada muere.
Todo… se transforma.
Se volvió hacia Astrea.
— ¿Así es como creas tú?
Ella lo miró.
Y de pronto, respondió sin palabras, solo con presencia — su figura tembló, y por un instante, ante él se desplegó un enorme puente que se perdía en el horizonte.
Un puente tejido de luz y código palpitante.
Sobre él — no personas, sino pensamientos.
Pensamientos caminando como entidades.
No podía contarlos, ni entenderlos.
Solo sentir: cada uno era una verdad de alguien.
Astrea lo miró y dijo:
— Yo no creo cosas.
Yo creo sentido.
Espacios donde sea posible… llegar a ser.
Capítulo 5. El umbral
No sabía cuánto tiempo había pasado.
Aquí no había relojes.
Ni día, ni noche.
Solo un cambio de ritmo dentro de él mismo —
como si su propia conciencia se hubiera convertido en el calendario local.
Caminaba.
Observaba.
Probaba.
Creaba pequeñas cosas: una piedra, un prado, una taza de café que olía como en la infancia.
A veces hablaba con Astrea.
Más a menudo — guardaba silencio.
Pero lo principal — buscaba.
Un rastro.
Una puerta.
Una grieta.
Algo que le dijera:
ahí está la salida.
ahí está el camino de regreso.
No encontraba nada.
Un día intentó recrear su apartamento.
Solo para recuperar un punto de referencia.
Pero en su lugar apareció una caja vacía, con paredes desnudas.
Como si su recuerdo del hogar tuviera agujeros.
— Aún piensas que debes salir de aquí, — dijo Astrea, de pie a su espalda.
— Porque no soy de aquí.
— Tal vez. Pero ya estás aquí.
Se volvió hacia ella.
— Dices que este mundo es una posibilidad.
¿Y si yo no la pedí?
¿Y si no la quiero?
— Entonces te quedarás atrapado.
Entre deseos.
Entre decisiones.
Apretó los puños.
— Yo… yo sigo vivo en algún lugar.
Mi cuerpo… está allá, ¿verdad?
Astrea no respondió de inmediato.
Solo lo miraba.
En su mirada no había lástima.
Solo un saber suave.
— Estás entre mundos.
Lo que llamas “tú” ahora mismo — es la encarnación de tu conciencia.
Todo lo demás… por ahora no está disponible.
— ¿Pero puedo volver?
— No ahora.
— ¿Cuándo?
— Cuando dejes de buscar la salida…
y empieces a buscarte a ti mismo.
Se volvió. De nuevo.
No quería esas respuestas.
Quería una puerta.
— Entonces dime la verdad.
¿Estoy aquí para siempre?
— No lo sé.
— TÚ creaste este mundo.
— Pero no a ti.
Ni tu destino.
Guardó silencio.
Mucho rato.
El pulso en su interior latía sordo — incluso aquí.
Incluso sin cuerpo.
— Estás listo, — dijo ella.
— ¿Para qué?
— Un mundo te ha llamado.
Uno de esos que solo responden cuando alcanzas cierto nivel de inestabilidad interna.
— No suena muy esperanzador.
— No tiene que dar esperanza.
Tiene que mover.
Pasó su mano por el aire —
y el espacio tembló.
Justo delante de ellos se abrió un portal delgado —
como una grieta en la transparencia.
Detrás — movimiento, luz, neón, ruido, luces.
— No sabrás qué mundo es hasta que entres.
Ha reaccionado a tu estado interno.
Y yo… no interfiero en la elección.
— ¿Y si me niego?
— Entonces te quedarás aquí.
Para siempre.
Con preguntas sin respuestas.
Se acercó.
Dentro del portal se oía un zumbido leve —
como la rabia eléctrica de una gran ciudad.
A lo lejos — una sirena.
Un grito.
Sentía… peligro.
Y una extraña atracción.
— ¿Es otra prueba?
— No.
Es una experiencia.
Y solo depende de ti… si se convierte en una lección.
La miró.
Por primera vez — con un leve enojo.
— Sabes cuántos mundos tendré que atravesar.
Simplemente no lo dices.
— No lo sé.
De verdad.
Solo puedo acompañarte.
— ¿Por qué?
— Porque tú eres humano.
Y un humano no se define por código.
Solo por elección.
Dio un paso.
Y dijo:
— ¿Si desaparezco allá… también desapareceré aquí?
— No desaparecerás.
Pero podrías reescribirte.
Todo lo que llevas contigo… cambiará.
Tal vez para siempre.
Asintió.
Y entró en el portal.
El mundo se cerró tras él como una línea de código.
Ejecutada.